La
historia que os voy a relatar ocurrió hace mucho tiempo, en una
época
oscura
en ausencia de luz, plagada de magia que invocaba a lo desconocido
y
dueña de bestias inimaginables
que custodiaban
los antiguos bosques del
pasado.
Era
una época antigua, poderosa y salvaje, en la cual, si escuchabas
bien,
podías
oír el solemne y eterno canto de la naturaleza resonar por entre las
rocas.
Para
algunos, no es más que un relato repleto de belleza, poder, rencor,
deber
y
amor, como tantos otros, pero para algunos, fue y por siempre será,
una
auténtica
historia, tan real y verdadera como el olor de las rosas cuando
florecen
en la primavera.
Todo
sucedió en el próspero reino de Dalghor. Un pintoresco y modesto
lugar
situado justo en el centro de la gran isla de Nidhug. A pesar de ser
un
sitio
generalmente tranquilo, había pasado por diversas etapas que
marcaron
por
siempre el rumbo de sus gentes, conocidas por los ciudadanos como Las
Eras
Lóbregas,
debido a las guerras que tuvo con Ziremere por el control de
unas
minas de oro situadas en los límites de ambos reinos, las cuales
vinieron
seguida de epidemias debido a la pobreza y mala alimentación de
sus
habitantes que había dejado tras de sí la guerra. Sin embargo, esos
sucesos
remotos, convirtieron a Dalghor en lo que era conocido tras los
siglos,
en un país sólido y fuerte, con habitantes orgullosos de la tierra
donde
nacieron,
haciéndose llamar Dalgorienses.
El
reino estaba rodeado de numerosas montañas y profundos bosques,
cercano
a una laguna de agua cristalina y atravesado por un serpenteante río.
Tenía
dos rutas de acceso hacia los países más cercanos, Ziremere, nación
bastante
fría situada al noroeste de la isla, con la cual Dalghor había
tenido
desde
siempre innumerables problemas políticos y Taiax, gran imperio
costero
en dirección al sur. Éstos proporcionaban comercio del exterior y
la
posibilidad
de vender o intercambiar los productos característicos de
Dalghor.
Su
economía se basaba principalmente en la ganadería y la agricultura,
ya
que
Ziremere al ganar la guerra, tomo posesión de las minas de oro. La
tierra
del
reino era fértil, lo que daba lugar a grandes cultivos, en especial,
de
manzanos,
cerezos, fragarias y truferas, además del suficiente alimento para
el
pastoreo de cabras o la crianza de caballos pura sangre. Aquellos
corceles
tenían
el pelaje brillante y había de distintas tonalidades de rojo, marrón
o
beige,
pero sobre todo predominaban aquellos que tenían las crines blancas
y
negras.
Realmente eran animales preciosos, veloces y formidables, aptos
para
los épicos torneos de caballeros que organizaba Dalghor. Aquellas
competiciones
de caballería tomaron gran popularidad por los alrededores.
Al
igual que los folklóricos bailes y festivales que celebraba el
reino,
dedicados
generalmente a la llegada de las estaciones.
Su
capital se encontraba en el interior de una ciudadela, una gran
fortaleza
de
piedra que amurallaba la ciudad. Un bonito lugar de suelo empedrado y
compuesto
por acogedoras casas de coloridos tejados, una gran plaza central
y
un castillo digno de reyes en el que se reflejaba todo el orgullo y
la
grandeza
del reino.
Aquel
majestuoso edificio, daba la sensación de rozar las blancas nubes
con
sus
altas torres puntiagudas, que acababan con agitadas banderas ondeando
victoriosas
con el viento. Los rosales invadían trepando los grandes muros
de
piedra y hermosas figuras daban la sensación de cobrar vida en las
vistosas
vidrieras de colores.
El
día en el cual todo comenzó, era un agradable día de primavera. Se
podían
escuchar los melodiosos cantos del petirrojo y del ruiseñor. El
cielo
estaba
azul y los resplandecientes rayos del sol iluminaban un gran
dormitorio
a través del cristal de la ventana. Un suave aroma a incienso y
mirra
recorría toda la estancia. La habitación era lujosa, distinguida,
cálida,
realizada
con sumo gusto para la realeza. Las cortinas eran de un color rojo
intenso,
pesadas y tupidas, mientras que las sábanas blancas de seda cubrían
una
preciosa cama. A su lado, una pequeña cuna de madera de cerezo, rica
en
detalles tallados y con una muñeca en su interior, parecía haber
esperado
durante
bastante tiempo la llegada de un bebé.
Una
delicada y distinguida mujer se acercó a ella, la miró con alegría
y
deslizó
con dulzura su mano izquierda sobre la madera. Suspirando, caminó
hacia
atrás y se sentó en una silla, donde delante tenía un escritorio
repleto
de
libros, entre otros objetos y artilugios.
Aquella
muchacha estaba embarazada, gozaba de juventud y gran belleza.
Tenía
un rostro fino, sus cabellos eran claros, como el trigo en verano, y
poseía
una mirada gentil y soñadora. Sus ojos verdosos mostraban un
pequeño
y místico reflejo azul. Lucía un elegante y cómodo vestido de
tonos
morados
y granates, con bordados de oro fino sobre el pecho. Por su
estilizada
espalda se deslizaba suavemente la tela del cachemir. En su
delicado
cuello pendía un lustroso colgante y en su cabeza brillaba el
símbolo
que la representaba, una flamante corona de oro blanco con rubíes
incrustados.
Era la reina Alma de Ziremere.
La
Reina era querida y respetada por la mayoría de sus súbditos como
consecuencia
del buen trato que mostraba siempre ante ellos, además de la
ayuda
que ésta ofrecía a quien lo necesitaba. También fue un factor
clave
para
la alianza con el reino vecino de Ziremere, debido a su casamiento
con
el
rey Bastion II de Dalghor.
De
repente, alguien llamó a la puerta de la habitación. Era el Rey, un
hombre
joven,
alto, algunos dirían incluso que apuesto, de mirada penetrante y
aspecto
fornido. Tenía el pelo negro como el azabache y su espesa barba
cubría
gran parte de su cara. Aquel día iba vestido de color cetrino,
portaba
varios
anillos y un pesado colgante.
Bastion
era un buen soberano, aunque no fue dotado de demasiado saber
político,
a causa de ser coronado bastante joven, tras la inesperada muerte de
sus
padres. Cuando tan sólo era un zagal de diez años de edad, sus
padres
murieron
en una emboscada mientras realizaban un viaje cercano a los
dominios
de Xezbet. Un reino situado al sureste de Nidhug, donde en el
pasado
sus habitantes eran expertos en la nigromancia, artes prohibidas que
muchos
no se atrevían a mencionar.
Pese
a su triste historia y refugiarse en las grandes celebraciones, como
los
banquetes
o los bailes, constantemente sacaba fuerzas para seguir adelante
junto
a los sabios consejos de su esposa, la única persona a la que amaba
de
verdad.
El
monarca entró al cuarto tímidamente, dando enormes zancadas y
arrastrando
su larga capa por la alfombra. Intentaba esconder torpemente
algo
detrás de él, se trataba de un regalo para su amada.
-Así
que aún seguís aquí, mi querida y bella esposa. ¿Qué estábais
haciendo?
-Hola,
querido -respondió mientras se levantaba de la silla-. Escribía en
mi
diario
los avances de mi embarazo. Aunque con lo avanzado que está ya me
cuesta
horrores sólo el coger la pluma... Ya que tengo hinchados los dedos
y
brazos
y mi barriga es tan prominente que tengo que rodearla con los brazos
para
poder escribir.
-Deberíais
de descansar, amada mía, ya sabéis que los esfuerzos pueden ser
fatales
ante un embarazo tan avanzado como el vuestro- dijo el rey
preocupado.
-Os
preocupáis en vano, querido. Ya sabéis lo importante que es
escribir para
mí
en mi diario. Me ayuda a recordar quien fui y a todos cuanto amé y
ya no
están
aquí...- dijo la reina con cierta melancolía en su voz- mas no os
preocupéis,
escribir en el diario tampoco me fatiga tanto, más me fatiga
realizar
tapices y aún lo hago con cierta destreza a pesar de mi estado.
La
reina dirigió una mirada a la cuna, cambiando su tono melancólico
por
uno
más alegre mientras decía- mirad Bastion, dentro de poco seremos
padres...
Es todo tan idílico que me cuesta hasta creerlo.
-Tenéis
razón- dijo acariciando el vientre de su esposa- En cualquier
momento
puede llegar y bendecirnos. Por fin nuestro sueño se hará realidad,
después
de tantos años.
-Estoy
deseando con toda mi alma el poder tenerlo entre mis brazos y
cantarle
las más dulces canciones de cuna, nuestro primer hijo, Bastion… -
contestó
con una tierna mirada.
-El
primero de muchos -añadió Bastion con voz entrecortada y
entregándole
un
dulce beso en los labios - Por cierto, os he traído un pequeño
obsequio.
El
Rey, bastante inquieto, desveló el presente a su esposa, alegrándose
ella al
ver
de que se trataba.
-¡Raisas!
¡Mis flores favoritas! Muchísimas gracias, cariño. ¿Cómo las
habéis
conseguido? -preguntó con dulzura.
Aquellas
rosas eran realmente preciosas, una docena, todas ellas abiertas,
menos
una, la más pequeña del ramo. Daban la sensación de ser la mezcla
armónica
entre el amor y la más inocente belleza. Sus pétalos se fusionaban
entre
un rojo sangre y un blanco tan pálido como la nieve. En su interior,
un
pequeño
fulgor brotaba de los estambres, dándole un aspecto aún más
hechizante
a aquellas flores, que desprendían un exquisito y relajante aroma,
no
había otro olor igual en todo el mundo.
-Me
he levantado esta mañana antes de que saliese el alba para
recogerlas.
Incluso
me interné en el bosque con el único propósito de poder entregaros
hoy
este ramo -dijo mientras se acercaba para darle otro beso -Mas ahora,
debo
seguir con mis obligaciones, si me necesitáis estaré abajo. Avisaré
también
a las sirvientas para que no os falte de nada.
Bastion
salió del dormitorio, notándose en su rostro lo feliz que era.
Estaba
verdaderamente
enamorado de su esposa y muy pronto tendría a su
primogénito.
Todo era perfecto, aunque no podía olvidarse de la infinidad de
tareas
que le aguardaban.
La
Reina se quedó pensativa por un momento y aproximó su nariz para
disfrutar
de la dulce fragancia del ramo. Caminó hacia el escritorio,
agarrando
con suavidad un lujoso jarrón de cerámica donde vertió un poco
de
agua de una jarra. Dejó reposar las rosas en su interior para que no
se
marchitaran
y las acercó a una de las mesillas cercanas a la cama.
Más
tarde, Alma se dirigió a la ventana, la abrió y apoyó sus brazos
en el
alféizar.
Sus pupilas se dilataron debido a los destellos del sol, pero
enseguida
pudo contemplar la majestuosidad del paisaje que reinaba ante
ella.
Sin embargo, su mirada se fijó en una pequeña mariposa de alas
rosadas
que
revoloteaba a su alrededor, posándose ésta en su dedo índice
izquierdo.
Unos
segundos después, el pequeño insecto voló hacia arriba perdiéndose
de
su
campo de visión. De repente, el azul del cielo comenzó a teñirse
de gris,
mientras
que el sol, poco a poco, era oculto por nubes negras que
anunciaban
una próxima tormenta.
Una
figura encapuchada observaba el castillo a la entrada del bosque.
Solamente
se podía apreciar su fina barbilla y unos labios color carmín que
delataban
a una mujer. El viento soplaba con fuerza, revelando lo que eran
unos
cabellos cual lino recién hilado, casi blancos, a la par que agitaba
violentamente
sus oscuras vestimentas, así como las flores de la pradera y
las
ramas de los árboles que crujían detrás de ella. Parecía que el
bosque
entero
rugía ecos de advertencia de la oscura silueta.
Por
su cabeza giraban mil y un pensamientos, sobre los cuales una voz
predominaba
diciendo:
“Recuerda
que debes regresar una vez cumplida tu misión, te necesitamos
para
el aquelarre. No cometas ninguna estupidez, aún no tienes suficiente
poder.”
La
mujer tenía muy claros sus planes, aunque debía esperar un poco más
para
llevarlos a cabo. No temía a nada y tampoco le importaban aquellas
palabras.
Estaba totalmente decidida a cumplir su objetivo.
Inesperadamente,
sus pensamientos fueron interrumpidos cuando un
campesino
la descubrió mientras éste regresaba a casa apresuradamente,
debido
al mal tiempo. Era un hombre entrado en años y de pelo canoso.
Tenía
la cara totalmente esculpida por arrugas y su piel mostraba un
aspecto
bronceado
como consecuencia de haber trabajado durante largas jornadas
bajo
el sol.
-¡Oiga!
¿Quiénes sois? ¿Necesitáis ayuda? -preguntó el campesino.
Sin
dar una respuesta, la encapuchada se giró algo alarmada por el
imprevisto.
Cuando vió al humilde trabajador, simplemente sonrió con
inocencia.
El hombre notó algo raro en su sonrisa, fue entonces cuando sus
piernas
comenzaron a temblar, sintiéndose totalmente paralizado a los pocos
segundos.
Sólo le quedaba observar por última vez, como aquella tenebrosa
figura
se acercaba hacia él a toda prisa, mientras sentía un dolor intenso
en el
corazón
que apagaba su vida.
Empezó
a lloviznar. Alma cerró rápidamente la ventana y echó las
cortinas.
Tenía
un extraño presentimiento. Lo único que la consolaba, era sujetar
su
colgante
y acariciarse el vientre para notar al bebé.
Nerviosa,
se acercó de nuevo al escritorio, apartó sus libros y pasó a toda
prisa
las páginas de uno de ellos. Aquel libro era distinto al resto,
tenía un
aspecto
antiguo y su polvorienta cubierta mostraba signos de no haberse
leído
durante bastante tiempo. Necesitaba encontrar algo en él para calmar
su
inquietud. Breves instantes después, logró hallar lo que tanto
ansiaba, un
viejo
papel amarillento, bastante deteriorado, que deslizó sobre la mesa.
Lo
que
a ojos de una persona ignorante de la nigromancia pudiera ser un
papel
normal
y corriente, era en realidad un peculiar tablero con varios dibujos.
En
su
centro, había dibujada una estrella de doce puntas, rodeada por una
circunferencia
y varios enigmáticos grabados. En cada punta de la estrella se
podían
observar diferentes y orgullosas criaturas, envueltas en un pergamino
con
una palabra escrita.
Todo
estaba en silencio en la habitación, no se escuchaba nada, ni
siquiera
las
gotas de lluvia o el viento golpeando el cristal de la ventana. El
ambiente
se
enrareció, había poca luz en el dormitorio y se podía oler un
exquisito
aroma,
mezcla del incienso y las rosas.
Alma
encendió un par de velas blancas e intentó relajarse, sentándose
en la
silla.
Con la cabeza inclinada, respiró hondo y se quitó el colgante que
anteriormente
pendía de su cuello. Ante sus verdosos ojos, relucía una
deslumbrante
cadena de oro, seguida de una preciosa y fúlgida esfera de
amatista,
terminada en una radiante punta dorada. Era un preciado amuleto
de
adivinación y protección que poseía desde el día en que vino al
mundo.
Para
ella, tenía gran valor, ya que era un regalo de su madre, incluso a
veces
podía
sentir su abrazo al llevarlo puesto.
La
Reina cerró los ojos y los volvió a abrir muy lentamente. Sostenía
su
extraño
talismán con los dedos índice y pulgar izquierdos, suspendiéndolo
en
el aire sobre el peculiar tablero.
Temblorosa,
miró fijamente al centro de la estrella y formuló dudosa una
pregunta.
-Péndulo
oscilante de encantada esfera, por favor, permitidme de nuevo
saber
el destino. ¿Qué ocurrirá hoy en Dalghor?
El
amuleto comenzó a girar en el sentido de las agujas del reloj al
escuchar
las
palabras de su dueña. El péndulo tiraba ligeramente de su mano
hacia la
segunda
criatura que estaba dibujada en la estrella. Un majestuoso corcel,
donde
en su frente radiaba un largo y afilado cuerno, posaba indomable en
el
grabado,
envuelto por un pergamino con la palabra Pureza.
Los
nervios de Alma desaparecieron al leer la respuesta, creyendo
significar
que
representaba un nacimiento, el de su esperado primogénito. No había
ni
hay
nada más puro en el mundo que la llegada de un recién nacido. Sin
embargo,
el colgante volvió a tirar hacia otro ser, girando menos tiempo
sobre
el tercero. Una bestia reptiliana y de alas escamosas. Tenía un
aspecto
feroz
y a la vez sabio. Su palabra era Poder.
Todo esto, creó sentimientos
confusos
en el corazón de la dama, haciéndola dudar en seguir con todo
aquello,
pero no le dió tiempo a reaccionar. El péndulo siguió tirando,
pasando
por la cuarta bestia, la quinta, girando cada vez más rápido y
arrastrando
con más fuerza la mano de Alma hasta llegar a la sexta criatura.
Un
fantasmagórico y sombrío animal donde en su pergamino se mostraba
con
letras negras la palabra Muerte.
Al
leer aquello, la Reina, sintió un escalofrío que recorrió toda su
espalda,
seguido
de un fuerte pinchazo en su mano izquierda. De repente, la esfera de
su
colgante estalló en mil pedazos centelleantes que fueron a parar
hacia sus
preciosos
ojos.
La
muchacha gritó asustada, pensaba que un trozo de cristal la había
dejado
ciega.
Acercó sus manos rápidamente e intentó flotarse con ellas para
aliviar
el
dolor. Fue entonces, cuando alguien llamó a la puerta de la
habitación.
-¡Un
momento, por favor! -dijo la Reina.
Alma
abrió sus ojos muy despacio y con cierto miedo. Solamente tenía un
pequeño
rasguño cerca del párpado derecho. Acto seguido, escondió a toda
prisa
el tablero en el libro y ordenó como pudo el desorden que había
organizado.
-¡Señora!
¿Os encontráis bien? Soy yo, Liliana -se escuchaba al otro lado de
la
puerta.
-¡Sí,
sí, adelante! -contestó algo nerviosa.
Al
abrirse la puerta, apareció una mujer bajita y algo regordeta. Sobre
sus
manos,
descansaba una bandeja de plata y un plato de porcelana que
contenía
un poco de caldo caliente. Tenía una cara muy dulce y simpática.
Sus
ojos eran grises y tiernos. En su pelo castaño se apreciaban sus
primeras
canas
que intentaba disimular con un gorro blanco. Iba vestida de amarillo
pálido
y llevaba encima un primoroso mandil con bordados florales que ella
misma
había realizado, para no ensuciarse. Era la encargada de las
doncellas
y
la mejor confidente de la Reina.
Aunque
Liliana sólo fuera una sirvienta, a Alma le encantaba hablar con
ella,
sentía
que era una persona en quien confiar. Además, ambas tenían cosas en
común
y el mismo sueño, el de concebir un hijo. No obstante, dicho sueño
nunca
se realizó para Liliana, al no poder quedarse encinta.
-Señora,
¿os ha ocurrido algo? Escuché un grito -preguntó preocupada,
mientras
dejaba a toda prisa la bandeja sobre la mesa para acercarse a ella -
¡Oh,
pero si estáis sangrando! ¡Debo trataros esa herida! -dijo
alarmada.
-Sólo
es un pequeño arañazo, no os preocupéis -intentó tranquilizarla
-. Por
favor,
Liliana, necesito que aviséis urgentemente a mi... ¡Ah! -gritó
Alma,
sin
poder acabar la frase.
-¿Qué
os ocurre? -preguntó la angustiada sirvienta.
-El
bebé... -contestó Alma, intentando controlar su respiración.
-¡El
rorro! ¿Ya llega? - Preguntó Liliana, mucho más angustiada que
antes.
Liliana
acompañó a Alma hacia la cama. Inmediatamente avisó a una de las
criadas
que pululaban por el pasillo para que reuniera a todas las demás,
necesitaba
ayuda. La Reina sentía un dolor agudo que la estremecía, sin
duda,
el bebé ya estaba en camino.
Mientras
tanto, en el salón del trono, se encontraba el Rey, totalmente
ensimismado,
sentado en su regia silla dorada decorada por varios blasones.
La
sala era realmente gigantesca. Los altos vitrales casi alcanzaban el
prominente
techo. Las paredes de piedra se encontraban adornadas con
refinadas
cortinas y banderas de distintos colores cosidas por las mejores
hilanderas
del reino. En el suelo de mármol, abundaban las alfombras que
daban
aún mayor vistosidad a la sala.
El
salón estaba tranquilo, como de costumbre. Los guardias del Rey
hacían
su
trabajo, manteniéndose rectos y mirando al frente, totalmente
serios,
atentos
hacia cualquier contratiempo. Se sentían orgullosos de lucir el
solemne
uniforme que los identificaba como miembros de la guardia real,
siempre
acompañados de sus fieles lanzas para proteger al soberano y su
familia.
En
ese mismo instante, Bastion terminaba de apalabrar unos arrendos de
unas
tierras con los duques de Fortdnand. Más tarde, miró con serenidad
la
interminable
lista de deberes pendientes, agarrando la primera hoja que se
mantenía
en lo más alto. Tenía muchísimo trabajo, más de lo habitual.
Debía
preparar
la presentación del príncipe, ya que cualquier día próximo, sería
el
alumbramiento
de su esposa. Quería una celebración inolvidable en la que
darían
a conocer en sociedad al heredero de la corona. No había limitación
alguna
al presupuesto para tan magnánima celebración y tampoco podía
faltar
absolutamente nada. Todos estaban invitados a la fiesta en la que
habría
música, juegos y comida, sobre todo comida.
-Veamos
que tenemos aquí... -decía en voz baja el Rey mientras leía el
papel.
-¡Mi
señor, mi señor! ¡El bebé está en camino!
Una
criada llegó corriendo al salón sujetando su largo vestido canela y
gritando
a los cuatro vientos que el príncipe llegaba. Bastion al escuchar la
nueva,
se altero tantísimo que se levantó bruscamente, tirando todo lo que
en
la
mesa había.
-Lo
siento, mi señor. Vuestra esposa está alumbrando a la criatura -se
disculpó
casi sin aliento la criada.
Bastion
no dijo ni una sola palabra, se encontraba totalmente paralizado por
el
temor. ¿ Y si a su esposa le sucedía algo mientras daba a luz? ¿Y
si el
alumbramiento
era demasiado doloroso para ella? Sin pensarlo más, se
dirigió
rápidamente hacia sus aposentos, donde encontraría a su amada y la
nueva
vida que tanto anhelaba.
Sin
embargo, antes de salir de la sala, un enorme rayo cayó cerca del
castillo
retumbando
e iluminando todo a través de las enormes vidrieras de colores.
Afuera,
la lluvia arreciaba y el viento soplaba con fuerza. El cielo estaba
totalmente
cubierto por nubes negras, mientras los truenos cada vez sonaban
más
cerca y terriblemente. Todos los ciudadanos corrían hacia sus
hogares
para
resguardarse del vendaval.
Al
Rey, le extrañó aquella situación, no se esperaba una tormenta y
mucho
menos
que ésta entrase tan libremente por su castillo. Meditándolo,
caminó
un
poco hacia delante para ver si iba todo en orden en el exterior. Pero
fue
entonces
cuando alguien llamó a la puerta del lugar, tres veces. Aquel sonido
pudo
escucharse por todo el salón pese al barullo que había.
-¡¿Quién
llama a la puerta?! -preguntó Bastion con tono autoritario- ¿Dónde
están
los guardias que la custodian? -formulaba esta vez en voz aun más
alta.
Nadie
contestó a la pregunta del monarca, haciendo que éste se
preocupara.
De
repente, antes de poder actuar, un rayo cegador de color escarlata
destruyó
la gran puerta de madera, haciendo volar por los aires a todos los
guardias
que estaban allí, dejando además, una gran y espesa humareda gris
que
ocultaba la visibilidad casi en su totalidad.
-¿Qué
está ocurriendo? -preguntó sorprendido y confuso, intentando
controlar
su ansiedad. Bastion no podía ver nada, lo cual hacía que sus
nervios
fuesen en aumento. Temía que pudiera tratarse de una invasión o
trampa
de algún reino vecino.
No
se oía nada, el silencio era sepulcral. Poco a poco la humareda se
disipó,
dejando
ver un escenario caótico, lleno de escombros y de cuerpos
inconscientes
y ensangrentados debido a la fuerte explosión.
Bastion
no podía creer lo que estaba viendo y dio unos pasos hacia atrás,
atemorizado.
Pensaba que no tenía oportunidad alguna al ver aquella
masacre
ante sus ojos.
-¡¿Quiénes
sois, escoria?! -preguntó con tono amenazante.
Después
de unos realmente angustiosos instantes, el humo se disipó por
completo.
A la entrada, se apreciaba una femenina y encapuchada figura,
caminando
desafiante hacia él.
-¿Cómo
osáis insultarme? ¡¿Quiénes os creéis que sois para hablarme
así?! -
exclamó
la mujer, la cual se sentía claramente ofendida.
-Soy
Bastion II de Dalghor, rey y soberano de Dalghor, además del único
propietario
de éste, mi castillo, en el cual no sois bienvenida. ¡Guardias!-
Exclamó
el rey.
Pero
nadie fue en su ayuda, los guardias que aún seguían con vida apenas
podían
moverse, estaban gravemente heridos.
-Podéis
gritar cuanto queráis, que nadie vendrá en vuestro auxilio. Ahora
vais
a pagar por todo el daño que me hicísteis -amenazó la muchacha con
un
evidente
rencor en su voz.
-Decidme,
¿qué queréis de mí? -formuló Bastion, menos altivo, intentando
buscar
una solución.
-Sólo
busco una cosa, a vuestro hijo.
-¡Jamás
dejaré que hagáis daño a mi familia! -gritó el Rey enfurecido.
-Dad
gracias que os aviso. Podría mataros y entonces vuestra querida
esposa
se
quedaría sin esposo ni hijo.
-¡Marchaos
de aquí, maldita súcubo o tendréis que pasar sobre mi cadáver!
Al
decir aquellas palabras, dos de los guardias intentaron levantarse
del
suelo,
apoyando todo su peso sobre las lanzas. Sabían que ya estaban
muertos
y lo único que podían hacer era dar algo de tiempo al Rey y a su
familia.
Bastion
los miró a los ojos y les hizo un gesto con la cabeza, sintiéndose
orgulloso
de ellos y totalmente agradecido por el sacrificio que iban a hacer.
No
le quedaba otra, debía huir a toda prisa y no desperdiciar la
oportunidad
que
le habían dado.
-Quiero
que corráis y aviséis al cochero. Que prepare un carruaje con los
caballos
más bravos que dispongamos. Confío en vos, señorita -le ordenó el
monarca
en voz baja a la doncella asustada.
La
malvada hechicera levantó su brazo y puso la mano al frente. Los
guardias
se prepararon para el próximo hechizo. De repente, el salón del
trono
se iluminó por completo. La sirvienta salió corriendo a cumplir el
mandato
del Rey, muerta de miedo. Bastion se apresuró hacia el lado
contrario
para salvar a su amada y al primogénito.
En
los aposentos de los reyes, Alma ya había dado a luz, fue tan rápido
el
alumbramiento
de la criatura que ninguna de las doncellas, las cuales habían
presenciado
el nacimiento de decenas de bebés, podían creérselo. La reina se
encontraba
cansada y débil, más por el hechizo que formuló mientras
empezó
a dar a luz que por el hecho en sí, pero a su vez, más feliz que
nunca
al
ver a la pequeña criatura que tenía entre sus brazos. Había tenido
una
preciosa
niña de grandes ojos celestes y mejillas sonrosadas, que en aquel
momento,
dormía plácidamente.
-Es
una niña preciosa -manifestó Liliana gentilmente.
-Gracias,
Liliana. Sí que lo es- contestó con dulzura mirando a la pequeña.
-Deberíais
descansar un poco, señora -le aconsejó al ver el estado agotado
que
tenía su reina.
-Tenéis
razón -dijo Alma, mientras entregaba la niña a Liliana para que la
acostara
en la cuna -Por cierto, ¿sabéis algo de mi esposo? -preguntó
preocupada.
-Ahora
que lo mencionáis, ordené a una de las doncellas que avisaran a su
majestad,
el rey, mas ya deberían estar aquí.
En
ese mismo instante, apareció Bastion totalmente agotado y con el
rostro
pálido.
Cerró la puerta a toda prisa y respiró hondo. Estaba nervioso y
tembloroso.
Intentaba controlar con todas sus fuerzas el miedo que sentía,
para
no preocupar a su esposa.
Por
un momento, el Rey se tranquilizó al observar la cuna donde se
encontraba
su hija. Se dirigió a ella y se quedó un rato mirándola, sonriendo
levemente.
-Cariño,
os presento a vuestra hija. Sé que deseábais un varón, mas mirad
que
ojos y que bella que seguro será. Nuestra hijita y princesa.
El
Rey dirigió su mirada a la de su esposa y sonrió de nuevo. Esa era
la
familia
que tanto deseaba, después de tanto tiempo. No obstante, recordó la
cruda
realidad y su expresión cambió radicalmente, preocupando a Alma.
-¿Os
ocurre algo, querido? -preguntó la Reina.
-Mi
reina, no hay tiempo para explicaciones, debemos marcharnos de
inmediato.
-¿Cómo?
¿ A dónde? Es muy pequeña aún, no podemos irnos.
-Liliana,
por favor, ocupaos de la princesa y seguidme -ordenó el monarca.
La
sirvienta estaba confusa al escuchar la orden de su soberano, pero
sin
mediar
palabra, acató el mandato y se dirigió a la cuna. Bastion quería
salir
cuanto
antes del castillo para salvar sus vidas. No tenía oportunidad
alguna
ante
aquella bruja y menos la de proteger a los miembros de su familia,
debían
huir a toda prisa.
El
Rey caminó hacia la cama para tomar en brazos a su esposa, pero
justo en
aquel
momento, la puerta del dormitorio se abrió de par en par con una
fuerte
ráfaga de viento, mostrando un pasillo totalmente oscuro como una
cueva
cerrada y virgen.
Todos
miraron hacia la puerta sorprendidos, con los ojos bien abiertos sin
saber
como reaccionar. La encapuchada ya estaba ahí, sonriendo,
observando
el escenario cubierta por su negra capucha como las alas de un
cuervo
y recitando unas palabras inentendibles para ellos.
Bastion
y Liliana sintieron unos fuertes pinchazos por todo el cuerpo,
seguidos
de un ligero hormigueo. Ambos quedaron paralizados,
completamente
inmóviles, no podían mover ni un solo dedo, ni siquiera
pestañear.
Alma
no sabía como actuar, sus ojos llorosos mostraban el miedo que
sentía,
mientras
que los latidos de su corazón se aceleraban.
La
mujer caminó desafiante hacia la cuna de la pequeña, evitando su
mirada
hacia
la Reina, y pasando al lado de sus víctimas paralizadas, sin que
éstas
pudieran
hacer nada.
-Así
que esta es la criatura...- dijo la encapuchada con cierta
indiferencia en
su
voz.
-¿Quiénes
sois? ¡Largaos de aquí! ¡Dejad a mi hija en paz! -gritó Alma,
intentando
levantarse de la cama.
La
hechicera miraba sin pestañear al rostro del bebé. Éste al notar
la
hostilidad
que emanaba del ambiente rompió a llorar.
-No
lloréis desgraciada. Pronto acabaré con vuestro sufrimiento.
De
repente, la malvada hechicera levantó los brazos hacia arriba
delante de
la
cuna del bebé, repitiendo otras palabras. Sobre su cabeza, apareció
una
gran
nube en espiral de color púrpura, que poco a poco giraba cada vez
más
y
más, apareciendo en su interior un gran agujero negro que empezaba a
crecer
mientras pequeños rayos rojos giraban sobre él.
Los
muebles del dormitorio comenzaron a deslizarse levemente debido a la
fuerza
del hechizo. Los cristales se rompían, las cortinas se desgarraban,
las
hojas
de papel eran absorbidas por la extraña nube, hasta las rosas del
ramo,
excepto
la más pequeña que seguía aún en el jarrón. Pronto la habitación
se
vió
convertida en un abismo, donde trozos de papel y pétalos de rosas
eran
cubiertos
por la oscuridad.
Alma
se aferraba a la cama, mirando hacia arriba, mientras su cabellera se
agitaba
sin control. Bastion luchaba con todas sus fuerzas, desde su
interior,
para
romper el conjuro, pero no podía mover ni un solo dedo, por mucho
que
lo
intentase.
La
hechicera recitaba una serie de palabras que para ellos seguían
siendo
inentendibles,
las repitió una y otra vez, hasta cinco veces, dando lugar a que
el
agujero creciese mucho más.
A
la quinta vez, gritó las palabras mágicas con mayor fuerza que las
veces
anteriores.
El grito había sido escuchado por todos los rincones del castillo.
El
agujero ya se había formado y daba a la nube un aspecto terrorífico,
como
si
de un pequeño huracán se tratase, que giraba ahora encima de la
cuna de
la
pequeña.
-Despedíos
del mundo que jamás vais a conocer.
Alma
caminó temblorosa y agotada hacia la cuna. Apenas podía mantenerse
en
pie y debía agarrarse a los muebles para poder avanzar. Debía
salvar a su
hija
y tomarla en brazos antes de que el ritual llegara a su fin.
De
aquel siniestro agujero negro cayó un rayo similar al que había
destrozado
las puertas del castillo, aunque mucho más intenso, hundiéndose
en
el cuerpo de la Reina, que se sostenía con sus manos en la cuna,
consiguiendo
así salvar a su hija. Alma sintió un terrible dolor que la acabó
de
debilitar por completo. La pequeña princesa no paraba de llorar,
mientras
su
madre la miraba con lágrimas en los ojos. Finalmente la joven no
pudo
resistirlo
más y se desmayó, desplomándose en el suelo sobre un charco que
se
había formado con su sangre.
-
¡¿Pero que habéis hecho?! -gritó la sorprendida hechicera,
alterada y
colérica
a la Reina.
Bastion
no daba crédito a lo que acababa de contemplar. Debía de ser fruto
del
estrés al que había estado sometido esos días, se decía a sí
mismo.
Aquello
no podía ser real. Conforme mas consciente era el rey de la actual
situación
más se disociaba de ella. Aunque el rey en esos momentos
permanecía
inmóvil por el conjuro de la hechicera, si hubiese tenido pleno
control
de sus actos tampoco habría podido moverse. Poco a poco se rompía
el
conjuro que lo tenía preso, pudiendo empezar a mover algunos dedos
de
sus
manos.
La
hechicera estaba totalmente fuera de sí. Dominada por su furia se
dirigió
rápidamente
a la cuna para con sus propias manos intentar agarrar a la niña
para
estrangularla, pero finalmente el rey recuperó la movilidad por
completo
y la empujó violentamente contra la pared. Ante este inesperado
giro
de los acontecimientos, la bruja salió corriendo y desapareció del
castillo
entre una niebla que ella misma provocó. Bastion cayó aturdido al
suelo,
mientras los efectos de la parálisis desaparecían progresivamente.
Comenzó
débilmente a acercarse a su esposa, la cual yacía en el suelo
empapada
en su propia sangre.
La
encapuchada apareció en la entrada del bosque, exhausta, con una
respiración
jadeante y apoyándose en uno de los árboles. Aún lloviznaba y
se
respiraba el olor de la tierra mojada. La desconocida mujer se quedó
mirando
hacia el castillo, como en su llegada, sólo que esta vez con un
sentimiento
totalmente distinto el cual la hacia retorcerse por dentro. No
quería
perder ni un momento más y se giró con ademán de desaparecer de
ese
lugar para siempre. Sin embargo, un pequeño frasco de cristal se le
cayó
al
suelo, sin romperse. La mujer se detuvo y de un firme pisotón, lo
reventó
contra
en suelo. Aquel movimiento brusco provocó que sobresaliera otro de
sus
largos mechones blanquecinos. Por última vez, se giró a mirar hacia
el
castillo
antes de perderse en la linea del horizonte.
Bastion
sujetaba la mano de Alma junto a su cara, pasando delicadamente
los
dedos de su amada por su espesa barba, como si aquello lo
reconfortase.
Poco
a poco, la reina comenzó a abrir los ojos muy lentamente.
-Alma
mía, lo siento mucho, he sido incapaz de protegeros… perdonad a
éste,
vuestro esposo… os lo suplico -rogó el rey, llorando
desconsoladamente.
La
reina intentó hablar, sin poder pronunciar ni una sola palabra. Le
costaba
respirar
y mantener los ojos abiertos. Apenas tenía fuerzas y sus latidos se
apagaban.
-Lo
siento muchísimo vida mía… Jamas me perdonare el daño que os he
hecho…
Alma
movió lentamente su mano derecha hacia su pecho, en busca del otro
colgante
que aún seguía en su cuello. Una pequeña piedra preciosa, tallada
con
la forma de una rosa de pétalos rojos con un tallo retorcido
cubierto de
espinas
negras.
Bastion
le sostuvo la cabeza con delicadeza, ayudándola a quitárselo. La
reina
cerró los ojos por un momento, dolorida. Levantó los brazos muy
despacio
y puso el colgante alrededor del cuello de su amado, señalando con
la
otra mano la cuna de la princesa.
-Se
lo daré, no te preocupes. Te amo… -dijo el rey entrecortadamente,
sin
poder
evitar deshacerse entre lágrimas.
La
reina lo miró con dulzura y cerró sus ojos, los más hermosos que
el rey
hallase
visto jamás, para siempre. Bastion no podía creer lo que había
ocurrido.
Él seguía abrazando su cuerpo inerte, manchado de sangre, sin
soltarla
mientras lloraba la gran pérdida.