18 may 2013

Nueva Cabecera Provisional + Subtítulo + ¿Posible Saga?


Si hace tan sólo unas horas os dejaba disponible la primera parte del prólogo de la reescritura de Raisie, ahora os traigo también una nueva cabecera provisional para la página. La secciones irán siendo actualizadas, además de los botones y posiblemente el fondo.

Hacía falta un cambio de diseño urgente, y más para lo que quiero aportar con la nueva versión, algo realista, maduro y serio. Por ello, dejamos los colores por un tiempo, centrándonos en la protagonista de la obra. Una vez que Raisie vaya a salir publicada, esperamos poner un diseño coloreado con varios de los personajes. 

Agradecer enormemente a Sonne, el ilustrador oficial de Raisie, por el fantástico trabajo. No dudéis en seguir su espectacular cómic y visitar su galería. Para cualquier consulta o pedido tan sólo tenéis que contactar a través de su correo electrónico. De paso, aprovecho además para agradecer a L.R.A (Alice) por lo mucho que me está ayudando con la edición. 

Por otro lado, el diseño no es la única novedad. ¿Os habéis fijado en el subtítulo? "Raisie: La Rosa y el Dragón". El motivo es que estoy pensando ideas para que Raisie sea una saga, aún no os confirmo nada, pero es una gran posibilidad, sólo digo eso por el momento. 

Por último, decir que aún sigo trabajando duro en la reescritura y cualquier novedad os iré informando. Espero vuestros comentarios y también vuestras opiniones en el adelanto. ¡Muchas gracias!

17 may 2013

Prólogo: Primera Parte

La historia que os voy a relatar ocurrió hace mucho tiempo, en una época
oscura en ausencia de luz, plagada de magia que invocaba a lo desconocido
y dueña de bestias inimaginables que custodiaban los antiguos bosques del
pasado.

Era una época antigua, poderosa y salvaje, en la cual, si escuchabas bien,
podías oír el solemne y eterno canto de la naturaleza resonar por entre las
rocas.

Para algunos, no es más que un relato repleto de belleza, poder, rencor, deber
y amor, como tantos otros, pero para algunos, fue y por siempre será, una
auténtica historia, tan real y verdadera como el olor de las rosas cuando
florecen en la primavera.

Todo sucedió en el próspero reino de Dalghor. Un pintoresco y modesto
lugar situado justo en el centro de la gran isla de Nidhug. A pesar de ser un
sitio generalmente tranquilo, había pasado por diversas etapas que marcaron
por siempre el rumbo de sus gentes, conocidas por los ciudadanos como Las
Eras Lóbregas, debido a las guerras que tuvo con Ziremere por el control de
unas minas de oro situadas en los límites de ambos reinos, las cuales
vinieron seguida de epidemias debido a la pobreza y mala alimentación de
sus habitantes que había dejado tras de sí la guerra. Sin embargo, esos
sucesos remotos, convirtieron a Dalghor en lo que era conocido tras los
siglos, en un país sólido y fuerte, con habitantes orgullosos de la tierra donde
nacieron, haciéndose llamar Dalgorienses.
El reino estaba rodeado de numerosas montañas y profundos bosques,
cercano a una laguna de agua cristalina y atravesado por un serpenteante río.
Tenía dos rutas de acceso hacia los países más cercanos, Ziremere, nación
bastante fría situada al noroeste de la isla, con la cual Dalghor había tenido
desde siempre innumerables problemas políticos y Taiax, gran imperio
costero en dirección al sur. Éstos proporcionaban comercio del exterior y la
posibilidad de vender o intercambiar los productos característicos de
Dalghor.
Su economía se basaba principalmente en la ganadería y la agricultura, ya
que Ziremere al ganar la guerra, tomo posesión de las minas de oro. La tierra
del reino era fértil, lo que daba lugar a grandes cultivos, en especial, de
manzanos, cerezos, fragarias y truferas, además del suficiente alimento para
el pastoreo de cabras o la crianza de caballos pura sangre. Aquellos corceles
tenían el pelaje brillante y había de distintas tonalidades de rojo, marrón o
beige, pero sobre todo predominaban aquellos que tenían las crines blancas y
negras. Realmente eran animales preciosos, veloces y formidables, aptos
para los épicos torneos de caballeros que organizaba Dalghor. Aquellas
competiciones de caballería tomaron gran popularidad por los alrededores.
Al igual que los folklóricos bailes y festivales que celebraba el reino,
dedicados generalmente a la llegada de las estaciones.
Su capital se encontraba en el interior de una ciudadela, una gran fortaleza
de piedra que amurallaba la ciudad. Un bonito lugar de suelo empedrado y
compuesto por acogedoras casas de coloridos tejados, una gran plaza central
y un castillo digno de reyes en el que se reflejaba todo el orgullo y la
grandeza del reino.
Aquel majestuoso edificio, daba la sensación de rozar las blancas nubes con
sus altas torres puntiagudas, que acababan con agitadas banderas ondeando
victoriosas con el viento. Los rosales invadían trepando los grandes muros
de piedra y hermosas figuras daban la sensación de cobrar vida en las
vistosas vidrieras de colores.

El día en el cual todo comenzó, era un agradable día de primavera. Se
podían escuchar los melodiosos cantos del petirrojo y del ruiseñor. El cielo
estaba azul y los resplandecientes rayos del sol iluminaban un gran
dormitorio a través del cristal de la ventana. Un suave aroma a incienso y
mirra recorría toda la estancia. La habitación era lujosa, distinguida, cálida,
realizada con sumo gusto para la realeza. Las cortinas eran de un color rojo
intenso, pesadas y tupidas, mientras que las sábanas blancas de seda cubrían
una preciosa cama. A su lado, una pequeña cuna de madera de cerezo, rica
en detalles tallados y con una muñeca en su interior, parecía haber esperado
durante bastante tiempo la llegada de un bebé.
Una delicada y distinguida mujer se acercó a ella, la miró con alegría y
deslizó con dulzura su mano izquierda sobre la madera. Suspirando, caminó
hacia atrás y se sentó en una silla, donde delante tenía un escritorio repleto
de libros, entre otros objetos y artilugios.
Aquella muchacha estaba embarazada, gozaba de juventud y gran belleza.
Tenía un rostro fino, sus cabellos eran claros, como el trigo en verano, y
poseía una mirada gentil y soñadora. Sus ojos verdosos mostraban un
pequeño y místico reflejo azul. Lucía un elegante y cómodo vestido de tonos
morados y granates, con bordados de oro fino sobre el pecho. Por su
estilizada espalda se deslizaba suavemente la tela del cachemir. En su
delicado cuello pendía un lustroso colgante y en su cabeza brillaba el
símbolo que la representaba, una flamante corona de oro blanco con rubíes
incrustados. Era la reina Alma de Ziremere.
La Reina era querida y respetada por la mayoría de sus súbditos como
consecuencia del buen trato que mostraba siempre ante ellos, además de la
ayuda que ésta ofrecía a quien lo necesitaba. También fue un factor clave
para la alianza con el reino vecino de Ziremere, debido a su casamiento con
el rey Bastion II de Dalghor.
De repente, alguien llamó a la puerta de la habitación. Era el Rey, un hombre
joven, alto, algunos dirían incluso que apuesto, de mirada penetrante y
aspecto fornido. Tenía el pelo negro como el azabache y su espesa barba
cubría gran parte de su cara. Aquel día iba vestido de color cetrino, portaba
varios anillos y un pesado colgante.
Bastion era un buen soberano, aunque no fue dotado de demasiado saber
político, a causa de ser coronado bastante joven, tras la inesperada muerte de
sus padres. Cuando tan sólo era un zagal de diez años de edad, sus padres
murieron en una emboscada mientras realizaban un viaje cercano a los
dominios de Xezbet. Un reino situado al sureste de Nidhug, donde en el
pasado sus habitantes eran expertos en la nigromancia, artes prohibidas que
muchos no se atrevían a mencionar.
Pese a su triste historia y refugiarse en las grandes celebraciones, como los
banquetes o los bailes, constantemente sacaba fuerzas para seguir adelante
junto a los sabios consejos de su esposa, la única persona a la que amaba de
verdad.
El monarca entró al cuarto tímidamente, dando enormes zancadas y
arrastrando su larga capa por la alfombra. Intentaba esconder torpemente
algo detrás de él, se trataba de un regalo para su amada.
-Así que aún seguís aquí, mi querida y bella esposa. ¿Qué estábais haciendo?
-Hola, querido -respondió mientras se levantaba de la silla-. Escribía en mi
diario los avances de mi embarazo. Aunque con lo avanzado que está ya me
cuesta horrores sólo el coger la pluma... Ya que tengo hinchados los dedos y
brazos y mi barriga es tan prominente que tengo que rodearla con los brazos
para poder escribir.
-Deberíais de descansar, amada mía, ya sabéis que los esfuerzos pueden ser
fatales ante un embarazo tan avanzado como el vuestro- dijo el rey
preocupado.
-Os preocupáis en vano, querido. Ya sabéis lo importante que es escribir para
mí en mi diario. Me ayuda a recordar quien fui y a todos cuanto amé y ya no
están aquí...- dijo la reina con cierta melancolía en su voz- mas no os
preocupéis, escribir en el diario tampoco me fatiga tanto, más me fatiga
realizar tapices y aún lo hago con cierta destreza a pesar de mi estado.
La reina dirigió una mirada a la cuna, cambiando su tono melancólico por
uno más alegre mientras decía- mirad Bastion, dentro de poco seremos
padres... Es todo tan idílico que me cuesta hasta creerlo.
-Tenéis razón- dijo acariciando el vientre de su esposa- En cualquier
momento puede llegar y bendecirnos. Por fin nuestro sueño se hará realidad,
después de tantos años.
-Estoy deseando con toda mi alma el poder tenerlo entre mis brazos y
cantarle las más dulces canciones de cuna, nuestro primer hijo, Bastion… -
contestó con una tierna mirada.
-El primero de muchos -añadió Bastion con voz entrecortada y entregándole
un dulce beso en los labios - Por cierto, os he traído un pequeño obsequio.
El Rey, bastante inquieto, desveló el presente a su esposa, alegrándose ella al
ver de que se trataba.
-¡Raisas! ¡Mis flores favoritas! Muchísimas gracias, cariño. ¿Cómo las
habéis conseguido? -preguntó con dulzura.
Aquellas rosas eran realmente preciosas, una docena, todas ellas abiertas,
menos una, la más pequeña del ramo. Daban la sensación de ser la mezcla
armónica entre el amor y la más inocente belleza. Sus pétalos se fusionaban
entre un rojo sangre y un blanco tan pálido como la nieve. En su interior, un
pequeño fulgor brotaba de los estambres, dándole un aspecto aún más
hechizante a aquellas flores, que desprendían un exquisito y relajante aroma,
no había otro olor igual en todo el mundo.
-Me he levantado esta mañana antes de que saliese el alba para recogerlas.
Incluso me interné en el bosque con el único propósito de poder entregaros
hoy este ramo -dijo mientras se acercaba para darle otro beso -Mas ahora,
debo seguir con mis obligaciones, si me necesitáis estaré abajo. Avisaré
también a las sirvientas para que no os falte de nada.
Bastion salió del dormitorio, notándose en su rostro lo feliz que era. Estaba
verdaderamente enamorado de su esposa y muy pronto tendría a su
primogénito. Todo era perfecto, aunque no podía olvidarse de la infinidad de
tareas que le aguardaban.
La Reina se quedó pensativa por un momento y aproximó su nariz para
disfrutar de la dulce fragancia del ramo. Caminó hacia el escritorio,
agarrando con suavidad un lujoso jarrón de cerámica donde vertió un poco
de agua de una jarra. Dejó reposar las rosas en su interior para que no se
marchitaran y las acercó a una de las mesillas cercanas a la cama.
Más tarde, Alma se dirigió a la ventana, la abrió y apoyó sus brazos en el
alféizar. Sus pupilas se dilataron debido a los destellos del sol, pero
enseguida pudo contemplar la majestuosidad del paisaje que reinaba ante
ella. Sin embargo, su mirada se fijó en una pequeña mariposa de alas rosadas
que revoloteaba a su alrededor, posándose ésta en su dedo índice izquierdo.
Unos segundos después, el pequeño insecto voló hacia arriba perdiéndose de
su campo de visión. De repente, el azul del cielo comenzó a teñirse de gris,
mientras que el sol, poco a poco, era oculto por nubes negras que
anunciaban una próxima tormenta.

Una figura encapuchada observaba el castillo a la entrada del bosque.
Solamente se podía apreciar su fina barbilla y unos labios color carmín que
delataban a una mujer. El viento soplaba con fuerza, revelando lo que eran
unos cabellos cual lino recién hilado, casi blancos, a la par que agitaba
violentamente sus oscuras vestimentas, así como las flores de la pradera y
las ramas de los árboles que crujían detrás de ella. Parecía que el bosque
entero rugía ecos de advertencia de la oscura silueta.
Por su cabeza giraban mil y un pensamientos, sobre los cuales una voz
predominaba diciendo:
Recuerda que debes regresar una vez cumplida tu misión, te necesitamos
para el aquelarre. No cometas ninguna estupidez, aún no tienes suficiente
poder.
La mujer tenía muy claros sus planes, aunque debía esperar un poco más
para llevarlos a cabo. No temía a nada y tampoco le importaban aquellas
palabras. Estaba totalmente decidida a cumplir su objetivo.
Inesperadamente, sus pensamientos fueron interrumpidos cuando un
campesino la descubrió mientras éste regresaba a casa apresuradamente,
debido al mal tiempo. Era un hombre entrado en años y de pelo canoso.
Tenía la cara totalmente esculpida por arrugas y su piel mostraba un aspecto
bronceado como consecuencia de haber trabajado durante largas jornadas
bajo el sol.
-¡Oiga! ¿Quiénes sois? ¿Necesitáis ayuda? -preguntó el campesino.
Sin dar una respuesta, la encapuchada se giró algo alarmada por el
imprevisto. Cuando vió al humilde trabajador, simplemente sonrió con
inocencia. El hombre notó algo raro en su sonrisa, fue entonces cuando sus
piernas comenzaron a temblar, sintiéndose totalmente paralizado a los pocos
segundos. Sólo le quedaba observar por última vez, como aquella tenebrosa
figura se acercaba hacia él a toda prisa, mientras sentía un dolor intenso en el
corazón que apagaba su vida.

Empezó a lloviznar. Alma cerró rápidamente la ventana y echó las cortinas.
Tenía un extraño presentimiento. Lo único que la consolaba, era sujetar su
colgante y acariciarse el vientre para notar al bebé.
Nerviosa, se acercó de nuevo al escritorio, apartó sus libros y pasó a toda
prisa las páginas de uno de ellos. Aquel libro era distinto al resto, tenía un
aspecto antiguo y su polvorienta cubierta mostraba signos de no haberse
leído durante bastante tiempo. Necesitaba encontrar algo en él para calmar
su inquietud. Breves instantes después, logró hallar lo que tanto ansiaba, un
viejo papel amarillento, bastante deteriorado, que deslizó sobre la mesa. Lo
que a ojos de una persona ignorante de la nigromancia pudiera ser un papel
normal y corriente, era en realidad un peculiar tablero con varios dibujos. En
su centro, había dibujada una estrella de doce puntas, rodeada por una
circunferencia y varios enigmáticos grabados. En cada punta de la estrella se
podían observar diferentes y orgullosas criaturas, envueltas en un pergamino
con una palabra escrita.
Todo estaba en silencio en la habitación, no se escuchaba nada, ni siquiera
las gotas de lluvia o el viento golpeando el cristal de la ventana. El ambiente
se enrareció, había poca luz en el dormitorio y se podía oler un exquisito
aroma, mezcla del incienso y las rosas.
Alma encendió un par de velas blancas e intentó relajarse, sentándose en la
silla. Con la cabeza inclinada, respiró hondo y se quitó el colgante que
anteriormente pendía de su cuello. Ante sus verdosos ojos, relucía una
deslumbrante cadena de oro, seguida de una preciosa y fúlgida esfera de
amatista, terminada en una radiante punta dorada. Era un preciado amuleto
de adivinación y protección que poseía desde el día en que vino al mundo.
Para ella, tenía gran valor, ya que era un regalo de su madre, incluso a veces
podía sentir su abrazo al llevarlo puesto.
La Reina cerró los ojos y los volvió a abrir muy lentamente. Sostenía su
extraño talismán con los dedos índice y pulgar izquierdos, suspendiéndolo
en el aire sobre el peculiar tablero.
Temblorosa, miró fijamente al centro de la estrella y formuló dudosa una
pregunta.
-Péndulo oscilante de encantada esfera, por favor, permitidme de nuevo
saber el destino. ¿Qué ocurrirá hoy en Dalghor?
El amuleto comenzó a girar en el sentido de las agujas del reloj al escuchar
las palabras de su dueña. El péndulo tiraba ligeramente de su mano hacia la
segunda criatura que estaba dibujada en la estrella. Un majestuoso corcel,
donde en su frente radiaba un largo y afilado cuerno, posaba indomable en el
grabado, envuelto por un pergamino con la palabra Pureza.
Los nervios de Alma desaparecieron al leer la respuesta, creyendo significar
que representaba un nacimiento, el de su esperado primogénito. No había ni
hay nada más puro en el mundo que la llegada de un recién nacido. Sin
embargo, el colgante volvió a tirar hacia otro ser, girando menos tiempo
sobre el tercero. Una bestia reptiliana y de alas escamosas. Tenía un aspecto
feroz y a la vez sabio. Su palabra era Poder. Todo esto, creó sentimientos
confusos en el corazón de la dama, haciéndola dudar en seguir con todo
aquello, pero no le dió tiempo a reaccionar. El péndulo siguió tirando,
pasando por la cuarta bestia, la quinta, girando cada vez más rápido y
arrastrando con más fuerza la mano de Alma hasta llegar a la sexta criatura.
Un fantasmagórico y sombrío animal donde en su pergamino se mostraba
con letras negras la palabra Muerte.
Al leer aquello, la Reina, sintió un escalofrío que recorrió toda su espalda,
seguido de un fuerte pinchazo en su mano izquierda. De repente, la esfera de
su colgante estalló en mil pedazos centelleantes que fueron a parar hacia sus
preciosos ojos.
La muchacha gritó asustada, pensaba que un trozo de cristal la había dejado
ciega. Acercó sus manos rápidamente e intentó flotarse con ellas para aliviar
el dolor. Fue entonces, cuando alguien llamó a la puerta de la habitación.
-¡Un momento, por favor! -dijo la Reina.
Alma abrió sus ojos muy despacio y con cierto miedo. Solamente tenía un
pequeño rasguño cerca del párpado derecho. Acto seguido, escondió a toda
prisa el tablero en el libro y ordenó como pudo el desorden que había
organizado.
-¡Señora! ¿Os encontráis bien? Soy yo, Liliana -se escuchaba al otro lado de
la puerta.
-¡Sí, sí, adelante! -contestó algo nerviosa.
Al abrirse la puerta, apareció una mujer bajita y algo regordeta. Sobre sus
manos, descansaba una bandeja de plata y un plato de porcelana que
contenía un poco de caldo caliente. Tenía una cara muy dulce y simpática.
Sus ojos eran grises y tiernos. En su pelo castaño se apreciaban sus primeras
canas que intentaba disimular con un gorro blanco. Iba vestida de amarillo
pálido y llevaba encima un primoroso mandil con bordados florales que ella
misma había realizado, para no ensuciarse. Era la encargada de las doncellas
y la mejor confidente de la Reina.
Aunque Liliana sólo fuera una sirvienta, a Alma le encantaba hablar con ella,
sentía que era una persona en quien confiar. Además, ambas tenían cosas en
común y el mismo sueño, el de concebir un hijo. No obstante, dicho sueño
nunca se realizó para Liliana, al no poder quedarse encinta.
-Señora, ¿os ha ocurrido algo? Escuché un grito -preguntó preocupada,
mientras dejaba a toda prisa la bandeja sobre la mesa para acercarse a ella -
¡Oh, pero si estáis sangrando! ¡Debo trataros esa herida! -dijo alarmada.
-Sólo es un pequeño arañazo, no os preocupéis -intentó tranquilizarla -. Por
favor, Liliana, necesito que aviséis urgentemente a mi... ¡Ah! -gritó Alma,
sin poder acabar la frase.
-¿Qué os ocurre? -preguntó la angustiada sirvienta.
-El bebé... -contestó Alma, intentando controlar su respiración.
-¡El rorro! ¿Ya llega? - Preguntó Liliana, mucho más angustiada que antes.
Liliana acompañó a Alma hacia la cama. Inmediatamente avisó a una de las
criadas que pululaban por el pasillo para que reuniera a todas las demás,
necesitaba ayuda. La Reina sentía un dolor agudo que la estremecía, sin
duda, el bebé ya estaba en camino.

Mientras tanto, en el salón del trono, se encontraba el Rey, totalmente
ensimismado, sentado en su regia silla dorada decorada por varios blasones.
La sala era realmente gigantesca. Los altos vitrales casi alcanzaban el
prominente techo. Las paredes de piedra se encontraban adornadas con
refinadas cortinas y banderas de distintos colores cosidas por las mejores
hilanderas del reino. En el suelo de mármol, abundaban las alfombras que
daban aún mayor vistosidad a la sala.
El salón estaba tranquilo, como de costumbre. Los guardias del Rey hacían
su trabajo, manteniéndose rectos y mirando al frente, totalmente serios,
atentos hacia cualquier contratiempo. Se sentían orgullosos de lucir el
solemne uniforme que los identificaba como miembros de la guardia real,
siempre acompañados de sus fieles lanzas para proteger al soberano y su
familia.
En ese mismo instante, Bastion terminaba de apalabrar unos arrendos de
unas tierras con los duques de Fortdnand. Más tarde, miró con serenidad la
interminable lista de deberes pendientes, agarrando la primera hoja que se
mantenía en lo más alto. Tenía muchísimo trabajo, más de lo habitual. Debía
preparar la presentación del príncipe, ya que cualquier día próximo, sería el
alumbramiento de su esposa. Quería una celebración inolvidable en la que
darían a conocer en sociedad al heredero de la corona. No había limitación
alguna al presupuesto para tan magnánima celebración y tampoco podía
faltar absolutamente nada. Todos estaban invitados a la fiesta en la que
habría música, juegos y comida, sobre todo comida.
-Veamos que tenemos aquí... -decía en voz baja el Rey mientras leía el
papel.
-¡Mi señor, mi señor! ¡El bebé está en camino!
Una criada llegó corriendo al salón sujetando su largo vestido canela y
gritando a los cuatro vientos que el príncipe llegaba. Bastion al escuchar la
nueva, se altero tantísimo que se levantó bruscamente, tirando todo lo que en
la mesa había.
-Lo siento, mi señor. Vuestra esposa está alumbrando a la criatura -se
disculpó casi sin aliento la criada.
Bastion no dijo ni una sola palabra, se encontraba totalmente paralizado por
el temor. ¿ Y si a su esposa le sucedía algo mientras daba a luz? ¿Y si el
alumbramiento era demasiado doloroso para ella? Sin pensarlo más, se
dirigió rápidamente hacia sus aposentos, donde encontraría a su amada y la
nueva vida que tanto anhelaba.
Sin embargo, antes de salir de la sala, un enorme rayo cayó cerca del castillo
retumbando e iluminando todo a través de las enormes vidrieras de colores.
Afuera, la lluvia arreciaba y el viento soplaba con fuerza. El cielo estaba
totalmente cubierto por nubes negras, mientras los truenos cada vez sonaban
más cerca y terriblemente. Todos los ciudadanos corrían hacia sus hogares
para resguardarse del vendaval.
Al Rey, le extrañó aquella situación, no se esperaba una tormenta y mucho
menos que ésta entrase tan libremente por su castillo. Meditándolo, caminó
un poco hacia delante para ver si iba todo en orden en el exterior. Pero fue
entonces cuando alguien llamó a la puerta del lugar, tres veces. Aquel sonido
pudo escucharse por todo el salón pese al barullo que había.
-¡¿Quién llama a la puerta?! -preguntó Bastion con tono autoritario- ¿Dónde
están los guardias que la custodian? -formulaba esta vez en voz aun más alta.
Nadie contestó a la pregunta del monarca, haciendo que éste se preocupara.
De repente, antes de poder actuar, un rayo cegador de color escarlata
destruyó la gran puerta de madera, haciendo volar por los aires a todos los
guardias que estaban allí, dejando además, una gran y espesa humareda gris
que ocultaba la visibilidad casi en su totalidad.
-¿Qué está ocurriendo? -preguntó sorprendido y confuso, intentando
controlar su ansiedad. Bastion no podía ver nada, lo cual hacía que sus
nervios fuesen en aumento. Temía que pudiera tratarse de una invasión o
trampa de algún reino vecino.
No se oía nada, el silencio era sepulcral. Poco a poco la humareda se disipó,
dejando ver un escenario caótico, lleno de escombros y de cuerpos
inconscientes y ensangrentados debido a la fuerte explosión.
Bastion no podía creer lo que estaba viendo y dio unos pasos hacia atrás,
atemorizado. Pensaba que no tenía oportunidad alguna al ver aquella
masacre ante sus ojos.
-¡¿Quiénes sois, escoria?! -preguntó con tono amenazante.
Después de unos realmente angustiosos instantes, el humo se disipó por
completo. A la entrada, se apreciaba una femenina y encapuchada figura,
caminando desafiante hacia él.
-¿Cómo osáis insultarme? ¡¿Quiénes os creéis que sois para hablarme así?! -
exclamó la mujer, la cual se sentía claramente ofendida.
-Soy Bastion II de Dalghor, rey y soberano de Dalghor, además del único
propietario de éste, mi castillo, en el cual no sois bienvenida. ¡Guardias!-
Exclamó el rey.
Pero nadie fue en su ayuda, los guardias que aún seguían con vida apenas
podían moverse, estaban gravemente heridos.
-Podéis gritar cuanto queráis, que nadie vendrá en vuestro auxilio. Ahora
vais a pagar por todo el daño que me hicísteis -amenazó la muchacha con un
evidente rencor en su voz.
-Decidme, ¿qué queréis de mí? -formuló Bastion, menos altivo, intentando
buscar una solución.
-Sólo busco una cosa, a vuestro hijo.
-¡Jamás dejaré que hagáis daño a mi familia! -gritó el Rey enfurecido.
-Dad gracias que os aviso. Podría mataros y entonces vuestra querida esposa
se quedaría sin esposo ni hijo.
-¡Marchaos de aquí, maldita súcubo o tendréis que pasar sobre mi cadáver!
Al decir aquellas palabras, dos de los guardias intentaron levantarse del
suelo, apoyando todo su peso sobre las lanzas. Sabían que ya estaban
muertos y lo único que podían hacer era dar algo de tiempo al Rey y a su
familia.
Bastion los miró a los ojos y les hizo un gesto con la cabeza, sintiéndose
orgulloso de ellos y totalmente agradecido por el sacrificio que iban a hacer.
No le quedaba otra, debía huir a toda prisa y no desperdiciar la oportunidad
que le habían dado.
-Quiero que corráis y aviséis al cochero. Que prepare un carruaje con los
caballos más bravos que dispongamos. Confío en vos, señorita -le ordenó el
monarca en voz baja a la doncella asustada.
La malvada hechicera levantó su brazo y puso la mano al frente. Los
guardias se prepararon para el próximo hechizo. De repente, el salón del
trono se iluminó por completo. La sirvienta salió corriendo a cumplir el
mandato del Rey, muerta de miedo. Bastion se apresuró hacia el lado
contrario para salvar a su amada y al primogénito.

En los aposentos de los reyes, Alma ya había dado a luz, fue tan rápido el
alumbramiento de la criatura que ninguna de las doncellas, las cuales habían
presenciado el nacimiento de decenas de bebés, podían creérselo. La reina se
encontraba cansada y débil, más por el hechizo que formuló mientras
empezó a dar a luz que por el hecho en sí, pero a su vez, más feliz que nunca
al ver a la pequeña criatura que tenía entre sus brazos. Había tenido una
preciosa niña de grandes ojos celestes y mejillas sonrosadas, que en aquel
momento, dormía plácidamente.
-Es una niña preciosa -manifestó Liliana gentilmente.
-Gracias, Liliana. Sí que lo es- contestó con dulzura mirando a la pequeña.
-Deberíais descansar un poco, señora -le aconsejó al ver el estado agotado
que tenía su reina.
-Tenéis razón -dijo Alma, mientras entregaba la niña a Liliana para que la
acostara en la cuna -Por cierto, ¿sabéis algo de mi esposo? -preguntó
preocupada.
-Ahora que lo mencionáis, ordené a una de las doncellas que avisaran a su
majestad, el rey, mas ya deberían estar aquí.
En ese mismo instante, apareció Bastion totalmente agotado y con el rostro
pálido. Cerró la puerta a toda prisa y respiró hondo. Estaba nervioso y
tembloroso. Intentaba controlar con todas sus fuerzas el miedo que sentía,
para no preocupar a su esposa.
Por un momento, el Rey se tranquilizó al observar la cuna donde se
encontraba su hija. Se dirigió a ella y se quedó un rato mirándola, sonriendo
levemente.
-Cariño, os presento a vuestra hija. Sé que deseábais un varón, mas mirad
que ojos y que bella que seguro será. Nuestra hijita y princesa.
El Rey dirigió su mirada a la de su esposa y sonrió de nuevo. Esa era la
familia que tanto deseaba, después de tanto tiempo. No obstante, recordó la
cruda realidad y su expresión cambió radicalmente, preocupando a Alma.
-¿Os ocurre algo, querido? -preguntó la Reina.
-Mi reina, no hay tiempo para explicaciones, debemos marcharnos de
inmediato.
-¿Cómo? ¿ A dónde? Es muy pequeña aún, no podemos irnos.
-Liliana, por favor, ocupaos de la princesa y seguidme -ordenó el monarca.
La sirvienta estaba confusa al escuchar la orden de su soberano, pero sin
mediar palabra, acató el mandato y se dirigió a la cuna. Bastion quería salir
cuanto antes del castillo para salvar sus vidas. No tenía oportunidad alguna
ante aquella bruja y menos la de proteger a los miembros de su familia,
debían huir a toda prisa.
El Rey caminó hacia la cama para tomar en brazos a su esposa, pero justo en
aquel momento, la puerta del dormitorio se abrió de par en par con una
fuerte ráfaga de viento, mostrando un pasillo totalmente oscuro como una
cueva cerrada y virgen.
Todos miraron hacia la puerta sorprendidos, con los ojos bien abiertos sin
saber como reaccionar. La encapuchada ya estaba ahí, sonriendo,
observando el escenario cubierta por su negra capucha como las alas de un
cuervo y recitando unas palabras inentendibles para ellos.
Bastion y Liliana sintieron unos fuertes pinchazos por todo el cuerpo,
seguidos de un ligero hormigueo. Ambos quedaron paralizados,
completamente inmóviles, no podían mover ni un solo dedo, ni siquiera
pestañear.
Alma no sabía como actuar, sus ojos llorosos mostraban el miedo que sentía,
mientras que los latidos de su corazón se aceleraban.
La mujer caminó desafiante hacia la cuna de la pequeña, evitando su mirada
hacia la Reina, y pasando al lado de sus víctimas paralizadas, sin que éstas
pudieran hacer nada.
-Así que esta es la criatura...- dijo la encapuchada con cierta indiferencia en
su voz.
-¿Quiénes sois? ¡Largaos de aquí! ¡Dejad a mi hija en paz! -gritó Alma,
intentando levantarse de la cama.
La hechicera miraba sin pestañear al rostro del bebé. Éste al notar la
hostilidad que emanaba del ambiente rompió a llorar.
-No lloréis desgraciada. Pronto acabaré con vuestro sufrimiento.
De repente, la malvada hechicera levantó los brazos hacia arriba delante de
la cuna del bebé, repitiendo otras palabras. Sobre su cabeza, apareció una
gran nube en espiral de color púrpura, que poco a poco giraba cada vez más
y más, apareciendo en su interior un gran agujero negro que empezaba a
crecer mientras pequeños rayos rojos giraban sobre él.
Los muebles del dormitorio comenzaron a deslizarse levemente debido a la
fuerza del hechizo. Los cristales se rompían, las cortinas se desgarraban, las
hojas de papel eran absorbidas por la extraña nube, hasta las rosas del ramo,
excepto la más pequeña que seguía aún en el jarrón. Pronto la habitación se
vió convertida en un abismo, donde trozos de papel y pétalos de rosas eran
cubiertos por la oscuridad.
Alma se aferraba a la cama, mirando hacia arriba, mientras su cabellera se
agitaba sin control. Bastion luchaba con todas sus fuerzas, desde su interior,
para romper el conjuro, pero no podía mover ni un solo dedo, por mucho que
lo intentase.
La hechicera recitaba una serie de palabras que para ellos seguían siendo
inentendibles, las repitió una y otra vez, hasta cinco veces, dando lugar a que
el agujero creciese mucho más.
A la quinta vez, gritó las palabras mágicas con mayor fuerza que las veces
anteriores. El grito había sido escuchado por todos los rincones del castillo.
El agujero ya se había formado y daba a la nube un aspecto terrorífico, como
si de un pequeño huracán se tratase, que giraba ahora encima de la cuna de
la pequeña.
-Despedíos del mundo que jamás vais a conocer.
Alma caminó temblorosa y agotada hacia la cuna. Apenas podía mantenerse
en pie y debía agarrarse a los muebles para poder avanzar. Debía salvar a su
hija y tomarla en brazos antes de que el ritual llegara a su fin.
De aquel siniestro agujero negro cayó un rayo similar al que había
destrozado las puertas del castillo, aunque mucho más intenso, hundiéndose
en el cuerpo de la Reina, que se sostenía con sus manos en la cuna,
consiguiendo así salvar a su hija. Alma sintió un terrible dolor que la acabó
de debilitar por completo. La pequeña princesa no paraba de llorar, mientras
su madre la miraba con lágrimas en los ojos. Finalmente la joven no pudo
resistirlo más y se desmayó, desplomándose en el suelo sobre un charco que
se había formado con su sangre.
- ¡¿Pero que habéis hecho?! -gritó la sorprendida hechicera, alterada y
colérica a la Reina.
Bastion no daba crédito a lo que acababa de contemplar. Debía de ser fruto
del estrés al que había estado sometido esos días, se decía a sí mismo.
Aquello no podía ser real. Conforme mas consciente era el rey de la actual
situación más se disociaba de ella. Aunque el rey en esos momentos
permanecía inmóvil por el conjuro de la hechicera, si hubiese tenido pleno
control de sus actos tampoco habría podido moverse. Poco a poco se rompía
el conjuro que lo tenía preso, pudiendo empezar a mover algunos dedos de
sus manos.
La hechicera estaba totalmente fuera de sí. Dominada por su furia se dirigió
rápidamente a la cuna para con sus propias manos intentar agarrar a la niña
para estrangularla, pero finalmente el rey recuperó la movilidad por
completo y la empujó violentamente contra la pared. Ante este inesperado
giro de los acontecimientos, la bruja salió corriendo y desapareció del
castillo entre una niebla que ella misma provocó. Bastion cayó aturdido al
suelo, mientras los efectos de la parálisis desaparecían progresivamente.
Comenzó débilmente a acercarse a su esposa, la cual yacía en el suelo
empapada en su propia sangre.

La encapuchada apareció en la entrada del bosque, exhausta, con una
respiración jadeante y apoyándose en uno de los árboles. Aún lloviznaba y
se respiraba el olor de la tierra mojada. La desconocida mujer se quedó
mirando hacia el castillo, como en su llegada, sólo que esta vez con un
sentimiento totalmente distinto el cual la hacia retorcerse por dentro. No
quería perder ni un momento más y se giró con ademán de desaparecer de
ese lugar para siempre. Sin embargo, un pequeño frasco de cristal se le cayó
al suelo, sin romperse. La mujer se detuvo y de un firme pisotón, lo reventó
contra en suelo. Aquel movimiento brusco provocó que sobresaliera otro de
sus largos mechones blanquecinos. Por última vez, se giró a mirar hacia el
castillo antes de perderse en la linea del horizonte.

Bastion sujetaba la mano de Alma junto a su cara, pasando delicadamente
los dedos de su amada por su espesa barba, como si aquello lo reconfortase.
Poco a poco, la reina comenzó a abrir los ojos muy lentamente.
-Alma mía, lo siento mucho, he sido incapaz de protegeros… perdonad a
éste, vuestro esposo… os lo suplico -rogó el rey, llorando
desconsoladamente.
La reina intentó hablar, sin poder pronunciar ni una sola palabra. Le costaba
respirar y mantener los ojos abiertos. Apenas tenía fuerzas y sus latidos se
apagaban.
-Lo siento muchísimo vida mía… Jamas me perdonare el daño que os he
hecho…
Alma movió lentamente su mano derecha hacia su pecho, en busca del otro
colgante que aún seguía en su cuello. Una pequeña piedra preciosa, tallada
con la forma de una rosa de pétalos rojos con un tallo retorcido cubierto de
espinas negras.
Bastion le sostuvo la cabeza con delicadeza, ayudándola a quitárselo. La
reina cerró los ojos por un momento, dolorida. Levantó los brazos muy
despacio y puso el colgante alrededor del cuello de su amado, señalando con
la otra mano la cuna de la princesa.
-Se lo daré, no te preocupes. Te amo… -dijo el rey entrecortadamente, sin
poder evitar deshacerse entre lágrimas.
La reina lo miró con dulzura y cerró sus ojos, los más hermosos que el rey
hallase visto jamás, para siempre. Bastion no podía creer lo que había
ocurrido. Él seguía abrazando su cuerpo inerte, manchado de sangre, sin
soltarla mientras lloraba la gran pérdida.